De Pedro Luís Ibáñez Lérida.
Para Lola,
hermoso milagro
que siempre renace
a pesar de todo.
Siempre que venía del colegio, llevando en volandas la cartera por la atropellada carrera, le gustaba quedarse en la plazoleta. A esa hora no había nadie. Y podía jugar sola a sus anchas. Sobre todo en el columpio. Los ascensos y descensos le procuraban una deliciosa sensación de viaje. Era un vaivén constante que parecía no tener fin. Podía asomarse a las nubes y mecerse en ellas para, de golpe y porrazo, sobrevolar, en la bajada, el terreno albarizo. Por la tarde había que esperar mucho y se impacientaba, aunque lo que más le desagradaba era la actitud de las madres. Parecían no entender que, aparte de su hijo, había otros que, agarrados al armazón de hierro, esperaban con los ojos hundidos en la impotencia.
Aquel día, enormes charcos anegaban con su brillo de acero buena parte de aquel solaz. La noche anterior y durante una gran parte de la mañana, la lluvia había arreciado con desmesura. Llegó como siempre, pero, esta vez, calzando unas botas de agua de color azul añil, que le daban un aire de exploradora acentuada por el pelo largo y suelto. El columpio permanecía triste en su abandono. A los pies del seno, la acumulación de agua era aún mayor, pues el suelo permanecía dolido por el constante rozamiento de los pies infantiles. Ante la imposibilidad de acceder a su diversión diaria, comenzó a recorrer la longitud más larga y extensa de agua, que era prácticamente toda. Quedaba como único punto, aunque rodeado, un espacio coincidente con el centro. En el mismo, y nadie sabía cómo ni por qué, existía un mosaico compuesto por chinos. El motivo era el sol y la luna formando un solo círculo.
Desplazándose sobre las aguas, la niña parecía levitar. Se arremolinaban las aguas a su paso creando un reguero ocre. Se disponía como una patinadora con los brazos hacia atrás y con las manos en la cintura, una sobre la otra, el cuerpo inclinado hacia delante y la mirada fija en el frente. Cansada de repetir aquello, se dirigió a la única parte seca. Aunque había visto muchas veces aquel rústico empeño artístico, ahora apreciaba con mayor detenimiento los chinos que lo formaban, como un pespunte en el suelo. Paso los dedos sobre ellos. Hasta que al llegar al ojo de la luna, la pequeña piedra blanca se desprendió. La tomo en su puño, y al abrirlo, comprobó que su forma era acorazonada. La devolvió al hueco. Y al intentar tirar otra vez de ella, ya no logro extraerla.
Pasada unas semanas, la lluvia reapareció. Como en tantas otras ocasiones, se presentó dispuesta a patinar con sus botas de agua. Entonces recordó el suceso del chino. Repitió la operación, y cuando llegó al ojo de la luna, éste se salió de su alojamiento. En esta ocasión lo miró con mayor detenimiento antes de volverlo a ubicar. Asombrada por que sus nuevos esfuerzos eran vanos e inútiles, guardó este suceso para sí como un secreto.
Siempre que llovía, volvía al mosaico y extraía el chino de la plazoleta por una sola vez y se sonreía, pues sólo ella conocía que podría volverlo a coger entre sus dedos hasta la siguiente.
hermoso milagro
que siempre renace
a pesar de todo.
Siempre que venía del colegio, llevando en volandas la cartera por la atropellada carrera, le gustaba quedarse en la plazoleta. A esa hora no había nadie. Y podía jugar sola a sus anchas. Sobre todo en el columpio. Los ascensos y descensos le procuraban una deliciosa sensación de viaje. Era un vaivén constante que parecía no tener fin. Podía asomarse a las nubes y mecerse en ellas para, de golpe y porrazo, sobrevolar, en la bajada, el terreno albarizo. Por la tarde había que esperar mucho y se impacientaba, aunque lo que más le desagradaba era la actitud de las madres. Parecían no entender que, aparte de su hijo, había otros que, agarrados al armazón de hierro, esperaban con los ojos hundidos en la impotencia.
Aquel día, enormes charcos anegaban con su brillo de acero buena parte de aquel solaz. La noche anterior y durante una gran parte de la mañana, la lluvia había arreciado con desmesura. Llegó como siempre, pero, esta vez, calzando unas botas de agua de color azul añil, que le daban un aire de exploradora acentuada por el pelo largo y suelto. El columpio permanecía triste en su abandono. A los pies del seno, la acumulación de agua era aún mayor, pues el suelo permanecía dolido por el constante rozamiento de los pies infantiles. Ante la imposibilidad de acceder a su diversión diaria, comenzó a recorrer la longitud más larga y extensa de agua, que era prácticamente toda. Quedaba como único punto, aunque rodeado, un espacio coincidente con el centro. En el mismo, y nadie sabía cómo ni por qué, existía un mosaico compuesto por chinos. El motivo era el sol y la luna formando un solo círculo.
Desplazándose sobre las aguas, la niña parecía levitar. Se arremolinaban las aguas a su paso creando un reguero ocre. Se disponía como una patinadora con los brazos hacia atrás y con las manos en la cintura, una sobre la otra, el cuerpo inclinado hacia delante y la mirada fija en el frente. Cansada de repetir aquello, se dirigió a la única parte seca. Aunque había visto muchas veces aquel rústico empeño artístico, ahora apreciaba con mayor detenimiento los chinos que lo formaban, como un pespunte en el suelo. Paso los dedos sobre ellos. Hasta que al llegar al ojo de la luna, la pequeña piedra blanca se desprendió. La tomo en su puño, y al abrirlo, comprobó que su forma era acorazonada. La devolvió al hueco. Y al intentar tirar otra vez de ella, ya no logro extraerla.
Pasada unas semanas, la lluvia reapareció. Como en tantas otras ocasiones, se presentó dispuesta a patinar con sus botas de agua. Entonces recordó el suceso del chino. Repitió la operación, y cuando llegó al ojo de la luna, éste se salió de su alojamiento. En esta ocasión lo miró con mayor detenimiento antes de volverlo a ubicar. Asombrada por que sus nuevos esfuerzos eran vanos e inútiles, guardó este suceso para sí como un secreto.
Siempre que llovía, volvía al mosaico y extraía el chino de la plazoleta por una sola vez y se sonreía, pues sólo ella conocía que podría volverlo a coger entre sus dedos hasta la siguiente.
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