De Pedro Luís Ibáñez Lérida.
que acude en tu ausencia para despojarme
de cuanta luz azul pregonó tus caricias
en la infancia que no deja de sanar en mí.
Fueron los días de parque marchito,
con soles entre hojas, como lucerna tímida
que agota su llama en el aceite paciente.
Allí corrí sobre tu boca siendo niño,
para callar en la congoja de este pecho
de hombre anegado por el vacío.
Lo demás es silencio, padre,
hay un tiempo de rotos presagios para siempre,
que duermen en este desamparo,
en la dolencia más íntima y secreta
que anda conmigo a todas partes,
sin hablarme, sin desearme,
sombra del tiempo extinguido
en el naufragio de tu adiós.
Estoy solo en este lugar del que me asombro,
como un extraño en la ciudad desconocida:
perdido, violentado por este abandono
que no halla alivio ni descanso.
Lo demás es silencio, padre,
y, mientras estos días no recojo las palabras,
apremiadas en el devenir diario que se aleja,
el azahar dichoso de tu voz declama
cuánto amor hemos de perder para amar
sin que el reguero de sangre confunda la ternura
con un gesto de liquidez inmediata.
Ahora que el universo es un latido sin fuerza,
quiero ataviar tu cuerpo yerto con mis labios,
que prendan la lividez de tu rostro,
y hablen del amor, de ese amor que te tuve.
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